Como todos los medicamentos, las vacunas pueden causar efectos secundarios leves —por ejemplo, fiebre, dolor o enrojecimiento en el lugar de la inyección—, que desaparecen espontáneamente a los pocos días. Raramente producen efectos secundarios más graves o duraderos: la probabilidad de sufrir una reacción grave a una vacuna es de uno entre un millón. Las vacunas se someten a una vigilancia continua para garantizar su seguridad y detectar posibles efectos adversos, que son infrecuentes.

Es imposible contraer la enfermedad que la vacuna trata de prevenir, a partir de cualquier vacuna fabricada con virus o bacterias muertos o solo con partes de virus o de bacterias. Solo en las vacunas preparadas con virus vivos debilitados (atenuados), como las de la varicela, o el sarampión, las paperas y la rubéola (la “triple viral”), existe la posibilidad de que un/a niño/a desarrolle una forma leve de la enfermedad. Pero casi siempre de mucha menor gravedad que la enfermedad que habría contraído si se hubiera contagiado con el virus real.